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Bar dos (bis)


Esa rubia dorada artesanal que había conocido hace una semana y dos días, junto a lo profundo de su soledad, lo espera ansiosa sobre la mesa. El verdugo sobre el paño va ganando por tres partidas. Él deja en cada pitada de humo atrás las culpas de ser un inocente condenado del progreso. Se divertía a pesar de su mala fortuna con taco en mano. Tres bolas quedan, por supuesto una era del otro. La verde y la roja lisas de él. Le toca tirar, deja en el cenicero cervecero su cigarro, mira y mira, pero sus ojos ya vieron lo que ese día no quería advertir. Esa maldita bola roja que tiros anteriores no quiso entrar, aún estaba allí. Bien se dijo, hoy nada lo perturbará, ya había pasado la media hora de añoranza de imposibles inmediatos, sobre la vía. Levanta el brazo, sostiene el taco firme, apunta; y por último impacta en esa mariada bola verdozca. En el paño, ahora solo quedan: la negra triunfal, propiedad transitoria del verdugo, y una espina colorada. Al contrincante cómodo no le quedó su tiro, por eso falla. Otra vez él, pero estas ves sin cigarro. Su tiro es una confusión embriagada de alcohol y amor. El verdugo nada puede hacer, liquida a ese condenado impactando su bola negrecida en el hoyo. Él ríe, sabe de su debilidad, sabe que su bola difícil que hoy le de un triunfo.


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